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Tenía los pies fríos. Me desperté.
Lo poco que quedaba de sábana se enredaba entre sus piernas
y las mías.
Aún no había amanecido, o al menos eso parecía confesar la
falsa luz entre las cortinas.
– Increíble – pensé.
Su brazo seguía siendo lo único que abrazaba mi piel, y ahí
estaba yo, a escasos centímetros de él escuchando su respiración mientra
dormía.
Me di la vuelta para volver a dormirme. Le desperté.
Sus pulsaciones se clavaron en mi espalda y sus manos se
entretenían buscando mi ombligo.
– Qué bien hueles... – dijo mientras me besaba la nuca.
Después de una noche de alcohol, humo y sudor, toda mi
colonia había desaparecido...
– Me encantas.
Me volvió a girar.
Nuestras miradas se cruzaban a través la oscuridad cuando el
silencio lo invadió todo.
Deslizaba sus dedos por mi espalda, dejándome gritos de sus
ganas. Me acercó aún más.
Jugaba con mis pestañas, bajando hasta mi boca rozando el
arco de cupido hasta mi barbilla. Milímetros para juntarse del todo.
– ¿Sabes lo raro que es esto, no? – susurré.
– Lo sé mejor que tú. Ni lo pienses.
Y se encendieron luces con sus besos, saltaron chispas con
sus dedos, y no acabó, se detuvo el tiempo. Mis piernas le atrapaban y
competíamos por el latido más fuerte. Su pecho contra el mío, tan firme, como
si el mundo se acabara en ese instante; y cuando mi respiración se agotaba, me
prestaba la suya en cada embestida.
Ni un solo poro de mi piel se iba a cansar de observarle en
la oscuridad.
La luz empezaba a agujerear las gotas que corrían por el
cristal empañado por el calor. En el fondo lo único que quería, era verle
amanecer.