La noche en la que se acababa el
mundo no nos pilló bailando, o al menos no gastábamos las suelas de los zapatos
en ninguna pista. Hacía un rato que había parado la música, no quedaba nada ni
nadie, solo trozos rotos de serpentina, copas sin acabar y ganas olvidadas,
sobre todo ganas.
Ahí estaba, mirando al techo buscando
algún monstruo para poderme esconder, sin fijarme en ti, a escasos cinco centímetros
de mí. Las tormentas arrasarían con todo, dentro y fuera de las cuatro paredes que
nos rodeaban. Doble ventana; sin embargo el frío seguía atravesándolas,
atravesándonos; raro, porque estaba abraza a ti y aun así seguía congelada.
La noche en la que se acababa el
mundo me desperté varias veces, me gritabas sin hacer ruido, casi sin rozarme. Ahí
estabas tú. Seguías, a mi pesar. “Míranos, cómo nos gusta perder el tiempo,
incluso cuando se está acabando, ya ni podemos inventarlo, ni recordamos cómo
pararlo, ni siquiera sabemos si todavía podemos hacerlo”.
Tú también mirabas al techo,
parecía que en medio de la oscuridad era lo único claro… Éramos tan
indiferentes, que la noche en que se acababa el mundo, nosotros sucumbíamos al
mismo tiempo, sin darnos cuenta.